26 November 2012

Behind the wheel

l_prod_id_0000120638Yo nunca me he interesado en los carros, nunca he entendido el apego que sienten algunas personas por los suyos y no entiendo cómo son objeto de tantas fantasías y aspiraciones. La gente que tiene carros gigantes y ostentosos me parecen unos ridículos que han de tener que compensar por algún defecto y que además viven desconectados de la realidad de un país en crisis y con calles incómodas. Pero desde hace algunas semanas mi absoluta indiferencia hacia estos artefactos ha estado desvaneciéndose. Sólo basta decir que hoy soy capaz de decir que mi carro es un Toyota Celica del 2002 en lugar de “uno gris” como lo describía antes. Y es que me he encariñado con ese montón de metal desde que él y yo convivimos hasta por más de una hora al día, prácticamente todos los días.
No siempre fue así, de hecho, me enojó mucho cuando llegó a la familia. Fue una compra hecha a un amigo de mi hermano y no me cayó en gracia que yo, que ya me había graduado de la universidad siguiera viviendo de la caridad de Yanis y de Herminio en cuanto a jalones y mi hermano, con experiencia incrustando carros en postes de electricidad, fuera recompensado con otro. No tuve tiempo para despreciarlo, a las pocas semanas me fui. Pero a mi regreso el carro me estaba esperando, hasta con llantas nuevas, listo para llevarme adonde yo quisiera. El problema es que yo no quería ir muy lejos, por no decir en lo absoluto. Dos años me hicieron perder mis reflejos ante los conductores salvajes, los peatones imprudentes y los taxistas y buseros. El tráfico me parecía horroroso y tenía que volver a aprender dónde están los baches en las calles en las que más circulo.
Al inicio lo único que disfrutaba de conducir era escuchar los éxitos de los 80’s en su radio, pero poco a poco el carro me fue seduciendo con sus otras características. Resulta que refleja a la perfección esta etapa de mi vida de soltera empedernida con miedo al compromiso, ahuyentando a las familias con sus dos únicas puertas, pero recibiendo a los amigos con su asiento trasero. Nunca pensé que el aspecto deportivo de un carro sería algo que yo alguna vez apreciaría pero debo confesar que en cualquier lugar en el que me estaciono me burlo internamente de esos carritos redonditos, conformistas de señores de mediana edad con miedo a perseguir sus sueños. El mío es de señores de mediana edad que añoran tener veinte años, con la ventaja de que lo conduce una chava en la flor de su juventud. Sin embargo, lo que más me ha encantado de mi carro – porque yo de igualada me lo apropié pero técnicamente no es mío – es cómo me ha hecho la vida más fácil al ser automático. No más ansiedad en cada una de las millones de las cuestas de Tegucigalpa: esta maravilla sólo tiene un pedal de freno y uno de acelerador que me permiten finalmente hacer cosas importantes mientras conduzco, como cambiar de estación de radio, o ver por el retrovisor si se corrió mi delineador. Tal vez mi verdadero problema es la fobia a la caja de cambios, tal vez sí he sido hecha para conducir pero en circunstancias especiales.
Mi siguiente gran hito ha sido expandir mi zona de influencia. Hasta este momento los únicos lugares donde más o menos conocía las vías y me podía mover sin mucho problema eran de mi casa a la universidad y alrededores (el mall), de mi casa a mi antiguo trabajo lo que cubre la mitad del bulevar Morazán. Más allá de eso, el centro, Comayagüela y cualquier lugar que necesite que se acceda por el bulevar de las Fuerzas Armadas o el pobre intento de anillo periférico que tenemos implicaba que alguien tenía que acompañarme para asesorarme. Pero ahora me toca usar el anillo todos los días para cruzar la ciudad en un recorrido largo, pero que sin tráfico es casi celestial. Ahora entiendo la existencia de las carreras de carros profesionales, de los locos que se mueren haciendo carreras ilegales y de los alemanes. La velocidad es embriagante, uno se siente ligero, invencible e inmortal. No puedo describir la emoción de ver la aguja acercarse a los 40 km por hora (¡!), velocidad máxima permitida en el anillo según la ley y según la cantidad de hoyos que tiene. Especialmente por la noche, cuando los baches son más difíciles de identificar cuando se tiene una vía quemada, para los otros conductores he de parecer una versión morena de Mr. Magoo, tratando de ver con dificultad lo que tengo a diez metros de distancia. Pero por dentro me siento como James Dean o mejor aún, como Penélope Glamour a bordo del Compact Pussycat. En cuanto este carro que conduzco sea mío será rosado, se los aseguro.

I’ve never been interested in cars; I’ve never understood the attachment some people feel for their cars and I don’t get how they can be the object of so many fantasies and aspirations. I find people who have gigantic and ostentatious cars to be absolutely ridiculous and they must be compensating for some sort of defect, besides the fact that they live disconnected from the reality of a country in crisis and with uncomfortable streets. But since a few weeks back my complete indifference towards these artifacts have been vanishing. I just have to point out that I am now able to say that my car is a 2002 Toyota Celica instead of “a gray one” like I would have said before. And I have been growing fond of this chunk of metal since he and I get to spend at least one hour a day almost every day.
It wasn’t always like that, in fact, I was very angry when he came into the family. It was a purchase from one of my brother’s friends and I didn’t take very well the fact that I had graduated from the university and still got rides out of Yanis’ and Herminio’s charity and my brother, with proven experience embedding cars into electricity poles, was rewarded with another one. I didn’t have much time to scold it, a few weeks later I left. But upon my return the car was waiting for me, with new tires even, ready to take me wherever I wanted. The problem was that I didn’t want to go very far away, I didn’t want to go out at all. Two years made me lose my reflexes against vicious drivers, irresponsible pedestrians and taxi and bus drivers. I found the traffic to be horrendous and I had to learn again where the potholes were in the streets I use the most.
In the beginning the only thing I enjoyed about driving was listening to hits from the 80’s on the radio, but little by little the car seduced me with its other features. It turns out it is a perfect reflection of this stage in my life as a hopeless bachelorette reluctant to commitment, scaring away families with its two unique doors but greeting friends with its backseat. I never thought the sports aspect in a car would be something I would ever appreciate but I must confess that wherever I park I secretly mock all of those chubby, conformist cars owned by middle-aged men afraid to pursue their dreams. Mine is the car of middle-aged men nostalgic of their youth with the great advantage of being driven by a girl in the prime of her youth. However, what I have loved the most about my car – because in my insolence I call it mine although it is technically not mine – is how it has made my life easier being an automatic car. No more anxiety in each one of the thousand hills in Tegucigalpa: this wonder has just a pedal for the brake and another for the accelerator which allow me to finally do important things while I drive, like changing the radio station or checking in the rearview mirror if my eyeliner has left a smudge. Maybe my true problem is my fear of the gearbox, maybe I was made to drive but under special circumstances.
My next great breakthrough has been expanding my influence zone. So far the only places where I sort of knew the rights of way and where I could go without much problem was from my house to the university and other surrounding areas (the mall); from my house to my former job place which covers half of the Morazán Boulevard. Other places, the city’s center, Comayagüela and any area which requires taking the Fuerzas Armadas Boulevard or the poor attempt at a beltway we have would imply someone else guiding me. But now I have to take the beltway every day to cross the city in a very long travel which is heavenly with no traffic. I now understand the existence of professional car racing, those crazy people who die doing illegal car races and German people. The speed is intoxicating, you feel light, invincible and immortal. I can’t describe the feeling of watching the needle reach the 40 km per hour (!!), the maximum speed allowed in the peripheral ring according to the law and the amount of potholes it has. Especially at night, when potholes are harder to identify when one of your lights is burned, to the other drivers I must look like a brown-skinned version of Mr. Magoo, trying to look ten meters away. But on the inside I feel like James Dean or even better, like Penelope Pitstop driving the Compact Pussycat. The moment this car I drive becomes my own it will be pink, I guarantee you.

3 comments

  1. j'aurais du te laisser conduire en france ;-) mon père dit que c'est là-bas où j'ai vraiment appris de conduire

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  2. Maintenant je regrette ne t'avoir jamais demandé et avoir dormi pendant tous nos voyages :P

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  3. oh oui, c'était un image merveilleux =) que je ne vais jamais oublier...

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