Odio el fútbol. Tal vez odio no sea la expresión correcta: lo aborrezco, me repugna, me hace sentir lástima por sus efectos. Aunque la mayoría de los deportes en general me dejan completamente indiferente, este en particular tiene todos los elementos para que yo lo rechace. Hay que trabajar en equipo, es brutal y muy en el fondo es absurdo. Reducido a su esencia son 22 zoquetes corriendo detrás de una pelota; no hay nada que requiera pensamiento, habilidades artísticas o elegancia.

Todo esto se agrava con la ineludible fiebre del fútbol en Honduras, que se siente que lleva años enteros aunque sólo han sido unos cuantos meses del año pasado y lo que llevamos del presente. Nuestra “milagrosa” –en palabras de Univisión, no las mías- clasificación al mundial han hecho entrar a la población en un trance ridículo donde hasta empresas que solían ser serias ahora quieren que uno “se la ponga” (la camiseta que ellos convenientemente ofrecen para este acontecimiento) cada viernes, como una extraña forma de hacer peticiones al cielo con moda. Me sorprende que seres pensantes caigan en todas estas estrategias comerciales especialmente diseñadas para hacerlos gastar mientras estén ahogados en esa agitación inducida. Todo mundo está promocionando camisetas, suéteres, relojes de lujo o ropa interior con emblemas de la selección, pero creo que la cúspide se la lleva el kiosco en cierto centro comercial completamente dedicado a artículos promocionales del mundial y del equipo nacional. Me pareció simpático cuando hace muchos años David Suazo hacía anuncios para Aguazul, pero no me imaginaba que era sólo el primero en una larga lista de patrocinios que hacen ahora los jugadores para artículos que van desde bombas de agua, celulares y campañas contra la violencia hacia las mujeres.

Cuando se trata de fútbol pareciera que todo mundo pierde la cordura, entran en un delirio. Los días que hay partidos de la selección se suspenden las clases, las calles son intransitables por el tráfico, no se puede salir a comer en paz. No puedo describir la sensación que produce ver a gente de casi o más de treinta años coleccionando vistas para un álbum como mi hermano cuando sólo tenía diez, aunque ahora que él no las colecciona prefiere obligarme a salir de la casa pagándome 100 lempiras para traer a sus amigotes a hacer relajo en mi sala de televisión. Estas últimas semanas nuestro Congreso Nacional ha debatido intensamente el dilema de si deberían de ser trasladados los feriados de octubre para los días en los que se juega en Sudáfrica. La moción ha sido rechazada por algunos diputados porque si llegáramos a clasificar a la siguiente ronda no habrían más días libres reminiscentes de próceres nacionales que podrían ser desplazados a los nuevos días de juego. La estupidez toma proporciones gubernamentales tan fácilmente en este país. Y todavía estoy buscando a alguien que pueda ser capaz de construir un argumento convincente a favor del fanatismo que siente mucha gente por equipos de la liga española, que se sienten heridos en su orgullo cuando pierden ante sus rivales y que experimentan la dicha más grande cuando ganan. Me parece hasta de mala educación hacerles la pequeña observación de que no son españoles para tomárselo tan en serio.

En fin, mi repudio parecía no tener límites, hasta que tuve la casualidad de ver “Invictus”, la última película que ha dirigido Clint Eastwood. En ella se narra la historia del equipo nacional de rugby de Sudáfrica luego de la elección de Nelson Mandela como presidente. El equipo era pésimo pero más que eso era de jugadores blancos con los que se identificaba la población blanca del país. Mandela vio en el deporte una forma de crear un cambio e ideó una campaña para hacer que el resto de la población se identificara con la selección. Empezó tratando de manera personal al capitán del equipo, mejorando sus habilidades como líder y a los demás jugadores, discutió y logró convencer a la asociación nacional del deporte de no desintegrar al equipo e intentó integrar a los jugadores con la comunidad.

La raíz del asunto nunca fue el deporte en sí, sino usarlo como una herramienta para acercar a la gente, olvidar el pasado y que los heridos perdonaran a los agresores. El rugby era tan sólo un símbolo, una forma más convincente que las palabras de hacerle sentir al pueblo que ese era un nuevo país, que las expectativas podía ser superadas y que juntos iban a ser capaces de lograr cualquier cosa que se propusieran. Mandela quería crear identidad y pertenencia a través del rugby.

Pues se plantea el asunto de si en Honduras se puede seguir ese mismo camino, crear identidad a través de nuestra representación en el mundial. Para empezar, no tenemos un líder con un ápice de honestidad, mucho menos de carisma, como lo tiene Nelson Mandela, quien sólo quería encaminar a la gente con el deporte, pero sabía que sus iniciativas y cambios eran muchas más que sólo eso. Nosotros no tenemos nada detrás de nuestro fútbol, ningún desarrollo real, ninguna directriz que nos haga creer que las cosas han cambiado o cambiarán en algún momento. Políticamente no se logró ninguna mejora, de hecho todo se siente como un vergonzoso retroceso y una humillante ceguera ante los mismos mediocres en diferentes puestos, ante un presidente risible e inútil y difícilmente tres partidos va a lograr cohesión entre sectores que parecen ser irreconciliables y enemigos a muerte. Todo se siente como un extraño período donde la bestia sólo duerme pero no se ha ido realmente. Hace poco un amigo me decía que cierto jugador de la selección de Honduras había sido votado como el más popular en el mundo según una página de internet. Le respondí con que esa mañana se publicó en el periódico que Honduras había sido catalogado como el país con menos oportunidades en América Latina. Y eso es lo que creo que me molesta más del fútbol, el falso sentido de patriotismo que la gente parece sentir. Tratan de decir que ese es su escape, su forma de relajarse por los problemas del país. ¿Acaso vivir en un eterno estado de negación no es un escape? Cuando se trata de defender al país como se debe la gente piensa que rayando en paredes o cambiando su estatus en facebook están cumpliendo su deber. Deberíamos sentir vergüenza porque sólo fútbol es lo único que podemos ofrecer, porque no defendemos con la misma pasión nuestra cultura o nuestro patrimonio como damos la cara por esos once tipos. Cuando dejen de usar la bandera de la selección para los eventos en los que debería de aparecer la bandera de Honduras creo que me van a dar menos ganas de vomitar.

Teníamos todo para empezar de nuevo, para hacer que este mundial fuera nuestro equipo de rugby de Sudáfrica en el 95. Pero desde luego, volvimos a fallar.
La vida profesional es un mundo extraño definitivamente. Voy a emplear un eufemismo y a decir que el trabajo en sí es… agitado. La mayoría del tiempo nuestro incentivo es la urgencia, nos persigue constantemente la zozobra de que esperan miradas de decepción, retrasos a terceros o acumulación de actividades y la eficiencia es motivada por la angustia de que todo puede esfumarse en cualquier momento si las cosas no se hacen rápido y bien. Esto no es nada que un estudiante de arquitectura no haya experimentado previamente, así que no debería de ser ninguna sorpresa. Pero sí lo es porque uno siempre imagina el otro lado del mundo estudiantil como algo diferente, ideal o por lo menos organizado.

A pesar de todo lo extraño que ha sido este trabajo para mí me ha enseñado algo que nunca antes había sentido en la universidad, el amor genuino hacia mi oficio. No me refiero a querer mi puesto en una empresa, la vida de oficina y la sempiterna diplomacia forzada, sino a la arquitectura como profesión, como manera de ganarme la vida. Cuando empecé a estudiar visualizaba la carrera como un trampolín para irme de la casa, del país y para hacer cualquier otra cosa que no fuera valorada en un escenario tercermundista. Jamás me imaginaba lidiando con albañiles, comprando en ferreterías y usando burros con camisas de cuadros bajo el sol. No me entusiasmaba la idea de diseñar, mucho menos la de ser esclava de los diseños mediocres de otro. Por suerte mis rebeldías y crisis de identidad se limitan a lo conceptual y nunca se me ocurrió dejar los estudios ni a perderme en cualquier vicio o vagancia; supongo que mi deseo de dejar atrás la Autónoma fue más fuerte que las inseguridades con respecto a la vocación. Porque esa ha sido mi obsesión desde que tengo memoria: encontrar una vocación, algo que me guste lo suficiente para hacerlo por el resto de mi vida, que me permita alcanzar reconocimiento actual y un lugar en la posteridad. No creo haberla encontrado, probablemente ni siquiera la tenga, pero supongo que he dejado de preocuparme por eso. En cambio, he aprendido cosas muy prácticas, como sacar cantidades de obra, diseñar y dibujar planos, pero sobretodo he entendido la importancia que tiene la arquitectura como el arte supremo entre todos los demás.

Creo que ahora, más que nunca, entiendo las consecuencias de no reconocer que la arquitectura es un arte y que las casas, edificios, plazas y ciudades deberían de concebirse como tales. Vivir en un país donde eso ni siquiera se plantea como un asunto importante es equivalente a estar viviendo en cavernas modernas y eso es un insulto a la cueva de Lascaux. Saber que está en mis manos contribuir a revalorizar mi profesión es algo que me entusiasma. No tengo idea de cómo lo voy a hacer, ni de cómo se va a ir desarrollando toda esta historia, pero creo que he ganado mucho al sentirme finalmente orgullosa de llamarme arquitecta y al creer que tomé la decisión correcta al haber estudiado mi carrera.
Hace más de unos cuatro años yo había terminado con mi primer novio. Nuestra situación estaba lejos de ser ideal pues él venía de una familia numerosa y ultra conservadora donde una hija de un núcleo cerrado y hereje no era muy bien vista. En retrospectiva no entiendo si es que yo estaba realmente enamorada o es que era muy ingenua o inocente, pero yo me imaginaba casada con aquel muchacho. Quería terminar rápidamente mis estudios y tenía algún presentimiento de que eso iba a significar un matrimonio casi inmediato y con una ceremonia religiosa, que a estas alturas todo mundo sabe que yo no tolero. Los casi tres años que anduvimos con ese chavo fueron tortuosos, por decirlo de una manera diplomática. Sus padres lo presionaban constantemente por que terminara conmigo -lo que hacía muy seguido, pero al final siempre regresábamos al mismo ciclo de volver a estar juntos hasta que uno de los dos flaqueaba y se quería ir.

Una de esas tantas veces terminamos y en esta ocasión se sentía como algo definitivo. Como buena niña inmadura que era se lo anuncié a mi grupo de amigos, dejaba de ir a clases (Expresión IV, nada importante) para ir a desahogar mis penas con otras amigas que estaban en situaciones similares y entré como en un extraño trance donde lloraba todo el tiempo, escuchaba canciones tristes y mis diarios tenían que aguantar escritos insoportables. Fue tan cliché, con noches de alcohol, llamadas en la madrugada de las que me arrepentía por la mañana y gente que no me conocía en lo absoluto que tenía que tragarse la triste historia que yo andaba esparciendo por todos lados.

Fue por ese tiempo que empecé a llevarme mejor con cierto compañero de clases que también resultó ser un vecino al que nunca antes le había hablado. Él ya tenía unos meses de integrarse a mi círculo de amigos y se convirtió en un personaje principal del grupo cuando empezamos a reunirnos en su casa a ver películas, a comer o a organizar noches de shots de vodka con tapitas de chocolate. El tipo en cuestión era brillante y su acervo cultural hacía una delicia conversar con él. Llevaba una vida tan ermitaña y misteriosa que tenía todo el potencial para ser un misántropo con delirios de superioridad, pero a medida que pasaba el tiempo descubríamos que era tan tranquilo como humilde y divertido. Una noche que íbamos a salir a bailar con Moisés, a una de esas discotecas de niños fresas, gente amontonada y música de pandillas, se nos ocurrió la idea de invitarlo a que nos acompañara, seguros de que nos iba a rechazar, no sin antes hacernos saber lo ridículos que éramos por disfrutar esos placeres vulgares. Nos estacionamos frente a su casa y lo llamamos, diciéndole que si quería podía venir. Para nuestro asombro no sólo nos acompañó, sino que también bailó y se divirtió. Lo empecé a ver de una manera completamente distinta.

Empezamos a salir a tomar café, estudiábamos juntos y nos contábamos todas las cosas de nuestras vidas. Yo me lo imaginaba como alguien hermético y reticente a abrirse a las personas, pero eso sólo demuestra lo erróneas que son las primeras impresiones. Me encantaba su compañía y empezaba a gustarme, pero no teníamos nada formal o definido para entonces.

Y sorpresa, el ex novio volvió a reptar a mi vida. Empezó a buscarme, volvimos a salir –ahora a escondidas de todo mundo porque ni mis padres ni mis amigos querían volver a saber de él- y se planteó la posibilidad de que regresáramos, ahora con la supuesta excusa de que nadie iba a entrometerse en nuestra relación, de que las cosas iban a cambiar y de que todo iba a ser increíble como antes. Acepté y me senté con mi nuevo y novato pretendiente, explicándole que quería volver con mi ex y que entonces no podría pasar nada entre nosotros. Creo que su indignación superaba su malestar por sentirse rechazado. Me dijo una serie de cosas que me hicieron regresar donde el otro a decirle que no podíamos volver, ni esa vez ni nunca más y que no podríamos ni siquiera ser amigos. Y así fue.

Con mi vecino, continuamos por un tiempo en esa zona de indecisión y coqueteo casual. Sin compromisos y por diversión. Pero una noche salimos a cenar sólo con mi madre, quien conocía al muchacho y a su familia. Y en un momento muy serio de nuestra conversación me dijo que no podía jugar con él, que no sería justo y que él no merecía que lo trataran con ligereza. Desde entonces me tomé las cosas en serio, nos hicimos novios y todos los días me levanto y me felicito por esa excelente decisión. Todo ha sido tan genial.

Pues hace unos días hablábamos de todo un poco con mis amigos y Mafer nos dijo algo muy curioso, que él y yo nunca podríamos terminar, dando a entender que nosotros nunca podríamos volver a ser amigos y que eso también afectaría a nuestro grupo, que entonces tendría que tomar partidos y que terminaría desintegrándose. Me quedé pensando en eso porque cuando decidí andar con él no creo haber tenido eso en cuenta, ingenua que continuaba siendo. Creo que tomé esa decisión arrebatada por la emoción de empezar de nuevo, de creer que había encontrado a alguien bueno, honesto e íntegro y de que era una afortunada coincidencia que también fuera mi amigo y se llevara bien con mis otros amigos. Nunca me detuve a pensar en todo el daño que le hubiera causado, a esa pequeña familia artificial, si hubiera continuado con todos los ciclos destructivos en los que me enlodaba antes. Por lo menos tuve la claridad para entender que una cosa son los sentimientos, pero que ninguna emoción o sensación puede justificar un comportamiento fuera de ética y mal intencionado. Sin importar los apegos, los hábitos y los remanentes de una relación enfermiza que me atrapaba con sus vicios yo siempre hubiera sido responsable por mi comportamiento y por el daño que hubiera causado a una persona cuyo único error hubiera sido haberse fijado en mí. Y hubiera sido mi culpa y tendrían toda la razón en marginarme si yo hubiera causado la ruptura entre mis amigos, pobres seres atrapados entre dos bandos. De alguna forma es cierto, así como dicen que lo que le pasa a una adolescente le pasa a toda su familia, lo que le pasa a unos de ellos le pasa a sus amigos cercanos.
Realmente que los animales son muy inteligentes. Ya para su tercera noche, Arquímedes manejaba a la perfección el fino arte de escaparse de la jaula. De hecho, pasó todo el día prófugo, escondido en algún lado de la casa. Llegué esa tarde para darme cuenta de la angustia de mis padres, hasta que el búho sinvergüenza apareció en la mesa de comedor, a la hora de su cena, esperando comer. Para ese entonces ya ni se le intentaba poner en su jaula, comió tranquilamente en libertad. De allí se puso en mi mano un buen rato en el que anduvimos deambulando. Hasta se dejaba acariciar. Cuando ya me tocó mi turno de cenar, lo puse en la parte alta de un mueble, su lugar favorito, donde nos observaba a todos en nuestros quehaceres. Cuando ya era hora de apagar la luz y dejarlo solo, empezó a cantar. Estuvo volando de mueble en mueble y cantando, como nunca antes lo había hecho mientras estaba encerrado. En la mañana, salía de su escondite entre las maquetas para saludar a aquel que se había levantado. Luego se volvía a refugiar. Esa noche tuve la desgracia de ponerme a investigar sobre el cuidado de los búhos y descubrí que no son precisamente animales susceptibles de convertirse en mascotas. Requieren de cuidado especializado, sus instintos salvajes nunca desaparecen realmente y necesitan de un lugar muy amplio para volar. Sería muy egoísta de mi parte quedármelo y negarle la vida que siempre tuvo que tener sólo porque yo quiero tener un animalito. Y nosotros no estamos en capacidad de darle el hogar que merece... Así que Arquímedes fue llevado al departamento de Biología de la UNAH, donde fue asignado a un alumno de la carrera de Biología, quien lo va a alimentar, le va a enseñar a cazar y eventualmente va a ser liberado en algún bosque.

Tengo que decir que lo extraño mucho; siento que él ya se estaba acostumbrando a su nueva vida y era un animalito precioso y muy listo, pero me consuelo con la esperanza de que donde está seguramente lo están tratando muy bien y que eventualmente va a poder regresar a su verdadera vida en libertad, de donde nunca debió haber salido. No había nada más triste que verlo encerradito en la jaula, me encanta que haya aprendido a salirse de ella. Por lo menos lo conocí y ahora sí sé qué se tiene que hacer cuando se encuentra a un pajarito de estos, extraviado.

Si alguien conoce a estudiantes de Biología, o si logra tener noticias de él allá en la Autónoma, me encantaría saber si está bien.

El día de hoy, el búho Arquímedes descubrió el mecanismo para salirse de la jaula. Se dedicó a explorar ese territorio inhóspito que es la sala de comedor.
Pero entre todos los muebles, adornos y electrodomésticos que encontró, ¿cuáles fueron sus artefactos favoritos? Las maquetas de Introducción a la Arquitectura.

Cierto, sus poses no lo harían acreedor del título "America's next top model", pero Arquímedes hoy demostró su potencial como patrón de las artes.
Su gusto es impecable.
Este año, para festejar el día del arquitecto los dejo con la historia de Arquímedes, el búho que se extravió en el jardín de mi casa esta mañana.
Todo empezó cuando los pajaritos que tienen un nido en uno de los árboles del jardín estaban todos agitados. Después de investigar un poco entre las flores de mi madre, encontraron un polluelo de búho, que siendo todo un futuro depredador, hacía sentir amenazados a los pájaros. Mis padres lo llevaron al veterinario quien les aseguró que se encuentra en buena salud. Lo regresaron a la casa en una jaula prestada, pero todos estaban angustiados porque no había comido ni tomado nada en todo el día. Decidimos llamar a una prima que es bióloga y quien nos contó que ella ya había cuidado búhos en el pasado. Nos aconsejó que le compráramos hígados de pollo, que al parecer les encantan. Pues corrimos al supermercado a las nueve de la noche a buscar las vísceras y con la ayuda de unas pinzas para sacar cejas mi papá se las ofreció al pajarito. Se las comió feliz de la vida, fueron todo un éxito. Luego, con un goterito le dimos un poco de agua y ahorita está descansando.

Pues Arquímedes, el nombre que le pusieron unos amigos cuando supieron de su existencia, es un visitante temporal, ya que mi prima conoce a una colega que cuida pajaritos hasta que son lo suficientemente independientes para regresar a lo salvaje.
Es una lástima dejarlo ir porque es precioso, pero debe ser libre, es demasiado bonito para estar encerrado.
¡Quiero un perro!! :'(
A los trece años enfrentaba mi primer gran cambio: entrar a secundaria. El panorama se miraba sombrío con algunos amigos contándome las transformaciones terroríficas que me esperaban. Para empezar, los maestros no se iban a seguir tomando la molestia de dictarte las lecciones. Sólo llegarían a hablar y era tu problema apuntar lo que considerabas lo suficientemente importante como para salir en un examen, que ya no iba a ser de verdadero y falso, sino de redacción. Pero aún más angustiante era empezar la edad de las niñas populares, que tenían permisos y amigos con quien salir, mientras yo me seguía relacionando con un máximo de dos personas por año escolar, confinada en mi casa, rehusándome a usar camisas que no tuvieran caricaturas. Decir que era una tímida crónica era un eufemismo. Pero en esas vacaciones de sexto grado decidí que en secundaria iba a ser diferente. Encontré un anuncio en el periódico que prometía eliminar la timidez y mejorar las calificaciones de los jóvenes. Y así es como llegué al Hotel Honduras Maya, cada jueves por 13 semanas, al curso Dale Carnegie para jóvenes.
En el curso conocí a una muchacha que fue la única amiga que hice durante ese tiempo. Habían unas chavas de mi colegio pero eran mayores, y estaba la prima de una amiga de mi infancia de quien no conservaba buenos recuerdos porque siempre me trató con la condescendencia que tienen las adolescentes por aquellas que sólo teníamos como credenciales nuestra pubertad. Así que en eso de hacer amigos no fue muy efectivo. En cuanto a aprender a hacer apuntes y a estudiar efectivamente puedo decir que incluso cuando me tocó dar tutorías a niños pequeños les enseñaba esos trucos. Y logré mi objetivo de ganarme aunque sea uno de los premios semanales por participación entusiasta y otro de mejor discurso, gracias a mi hermano que logró transformar mi anécdota de una ex compañera de la escuela a la que fui a saludar y no me reconoció, en una historia de superación de los obstáculos, sin tomar en cuenta los resultados sino la iniciativa y la intención. En mi cuaderno del curso puse como metas a futuro algo así como estudiar Derecho o Administración de Empresas, así que eso da una idea de lo ingenua y despreocupada que realmente era sobre encontrar una vocación.


Como parte del entrenamiento teníamos que leer el libro “Cómo disfrutar de la vida y del trabajo”, una recopilación de los dos libros esenciales de Carnegie “Cómo suprimir las preocupaciones y disfrutar de la vida” y “Cómo ganar amigos e influir sobre la gente”. A unas cuantas semanas de abandonar el oficio independiente y entrar de lleno a ser una asalariada me pareció una buena idea retomar el libro, para ver si es realmente posible disfrutar el trabajo. El texto es sencillo y entretenido, con consejos sobre cómo vivir mejor y ejemplos de personas que aplicaron los consejos y obtuvieron los resultados que querían o se salvaron de una catástrofe al hacerlo. Básicamente para relacionarse con las personas no hay que criticarlas abiertamente, hay que motivarlas con reconocimiento honesto, despertando en ellos un deseo por superarse, haciéndolos sentir importantes, nunca diciéndoles tajantemente que están equivocados y en su lugar decírselo de forma indirecta; hay que encontrar una manera de hacerles creer que nuestras buenas ideas en realidad se les ocurrieron a ellos y reemplazar la manía por dar órdenes con preguntas que les hagan ir en la dirección correcta.

Por otro lado, para vivir mejor hay que hacer las cosas a medida que vayan surgiendo pero respetando su orden de importancia, tratando de relajarse en el trabajo (todavía no entiendo cómo), hacer las cosas con entusiasmo, creer que las críticas ajenas son una forma disimulada de alabanza y en resumen, hacer lo mejor que se pueda.

Es seguro decir que es bastante la utilidad de todos esos consejos. Especialmente porque el mundo del trabajo, así como la escuela, el colegio o la vida, es también un concurso de popularidad, donde importantes decisiones profesionales se toman en base a la afinidad. El propósito de Carnegie es que aprendamos a tratar a todo tipo de personas tomando como punto de partida el hecho de que no hay nadie que no desee sentirse escuchado, importante o valorado en lo que hace. Si seguimos sus recomendaciones deberíamos ser capaces de despojar a cualquiera de su timidez o arrogancia y convertirlo en un compañero, jefe o subordinado agradable y con genuina apreciación hacia nosotros. El problema de saber todas estas cosas es que los defectos y errores de los demás se hacen más notorios y se empieza a ver cómo los intentos por mejorar las interacciones y por dar lo mejor de uno mismo son unidireccionales y no correspondidos. Es más, los desaires dejan de tener una escala personal para tomar proporciones empresariales. Los desprecios de una compañía, aún en pequeños gestos, no pasan desapercibidos. En muchas ocasiones ellos pierden la noción de nuestra propia humanidad, siendo descorteses, groseros, despiadados y esperando que uno viva para ellos cuando por su lado no sienten ningún tipo de compromiso hacia nosotros. Uno empieza a preguntarse si la explotación es un requisito del mundo laboral o una condición temporal del recién graduado.

No entiendo si los jefes o dueños de empresas olvidan el principio básico de que la miel atrae más moscas, de que aunque uno tiene poca experiencia no deja de tener aspiraciones, deseos de sentirse motivado, de que lo feliciten cuando ha hecho las cosas bien, o de pertenecer, tal vez simbólicamente a un lugar. Tengo amigos que su ropa de vestir los fines de semana son las camisas y gorras con el logo de su empresa, que se sienten personalmente ofendidos cuando alguien habla mal de la compañía en la que trabajan y que si le pidieran que se vistieran de azul el día de su boda lo harían sin pensarlo dos veces. Y fueron así desde que empezaron como simples practicantes porque desde un inicio los hicieron sentir una parte esencial del engranaje en el que laboraban.

En todo caso la mejor forma de disfrutar de la vida y del trabajo es no dejar que el trabajo opaque o entumezca la vida y viceversa. Todo es temporal y eso no significa que uno no debe de hacer lo mejor que pueda, pero sí que no se pierdan de vista los objetivos fundamentales por los que se está trabajando. Aprender a disfrutar lo que se pueda disfrutar y a dejar pasar los atropellos de aquellos que no se dan cuenta que la verdadera grandeza se mide en la forma en la que tratamos a los pequeños. No voy a negar que hay mucha desensibilización en este proceso, pero ¿no se trata de eso la vida? ¿De irse sacudiendo de todo aquello que nos hace seres humanos y para finalmente convertirnos en máquinas de producción?