Todos los años escribo este post. Y probablemente este sea el último, pero todos los años digo lo mismo y vuelvo a caer. Pero es que no es posible que cada año American Idol se encargue de eliminar a mi concursante favorito, aquel de la voz prodigiosa, del look único, del que me dan ganas de comprarle las canciones, si tan sólo Herminio no supliera mis necesidades en cuanto a música pirata se refiere.

El año antepasado botaron a Carly Smithson, mi tatuada favorita, una eliminación que me dolió particularmente porque la compartí con Juank, que se encontraba en los Estados en esos días y a quien obligaba a que votara por ella cada martes por la noche. El gran problema de Carly, y me lo imaginé desde un principio, era su esposo tatuado de pies a cabeza –cara incluida-, y lleno de piercings. En circunstancias normales eso no habría tenido gran impacto, pero en una competencia mitad talento/mitad concurso de simpatía, no es muy recomendable que inmediatamente después de la canción enfoquen al esposo con aspecto de marero. Que de paso nunca sonreía. Carly se esfumó en el olvido de la industria musical, pero su rendición de “Come together” de los Beatles todavía me da escalofríos. Incluso cuando tuve la oportunidad de jugar “Rock Band” y puse esa canción tenía la pequeña esperanza que fuera su versión.

Ese mismo año competía Brooke White, una pianista con demasiadas influencias de Carly Simon, Carole King y Joni Mitchell. Pero era tan dulce y tan talentosa que me hubiera conformado con que ella ganara, a falta de mi otra concursante favorita. Todo iba viento en popa, hasta que una semana se le olvido la canción… Así que ese año la final la disputaron el “hondureño” David Archuleta y el rockero David Cook. Por si alguien no lo recuerda, yo iba por Cook. Para empezar Archuleta escogía canciones horrendas porque a los 16-17 años no se tiene algo esencial para estar en American Idol: CRITERIO. Archuleta era un niño manipulado por su stage-dad que quería hacerse rico a costa de su hijo con talento para no desafinar. David Cook ganó y tuve unos cuantos meses de paz. Hasta que un día iba en la radio, pusieron una canción toda pegajosa que no me podía sacudir por varias semanas, y un tiempo después descubrí que era de Archuleta. Toda una lección en humildad.

El año pasado mi consentido era Adam Lambert, un tipo ya mayor para estándares de estrella pop, tenía 28 o 29 años y mucho tiempo de estar intentando ganarse la vida como cantante. Era extravagante en su ropa y en sus elecciones de canciones, pero nunca era aburrido. La final Kris Allen vs. Lambert resultó en una total decepción con el triunfo de Allen, de quien sólo he vuelto a escuchar una versión de “Heartless” de Kanye West que es mejor que la original. Pero aparte de eso se ha hecho polvo.

Por supuesto, en un concurso de clichés el mío siempre es el rockero. ¿Bo Bice vs. Carrie Underwood? Mil millones de veces Bo Bice. Así como Chris Daughtry y Constantine Maroulis. Ninguno de ellos ganadores. ¿Así que, por qué he continuado y continúo todavía con este ejercicio en masoquismo durante 5 meses enteros en los últimos 7 años (no vi las primeras 2 temporadas)? Porque algún día, tal vez algún día, los gringos aprendan que no hay cantidad de ropa fea y peinados raros que puedan opacar el talento de una persona. Este año la final tenía que ser Siobhan Magnus vs. Crystal Bowersox. Esta última una descendiente de Janis Joplin, con la ropa hippie y el pelo sucio, pero una súper buena voz y presentaciones impredecibles. Crystal ha sido la favorita de los jueces durante todo este tiempo, lo que puede resultar perjudicial ya que la gente siente que no necesita más apoyo del que ya recibe. Siobhan era otra que parecía que casi nunca se equivocaba y esta semana que no tuve tiempo de ver el programa continuaba mi vida con la confianza en que la niña era intocable y que finalmente habían botado al insípido de Aaron Kelly. Pero no me extraña saber que fue en la semana de música country que Magnus fue despachada. Esa música horrible sólo Ryan Adams y Neko Case la saben rescatar.

¡Qué decepción! ¡Qué pésimo! ¿Cómo pudieron haber preferido las cursiladas gastadas de Michael Lynche, o repito, de Aaron Kelly, a Siobhan? Cuando dicen que la nuestra es una cultura en decadencia tienen toda la razón. El mundo se va a acabar y estoy segura que será pronto, porque semejantes injusticias sólo pueden ser señales de que el fin está cerca.

Todos los años escribo este post, pero con la salida inevitable de Simon Cowell después de esta temporada, es casi seguro afirmar que este año será mi último de aguantar la angustia cada martes y tragarme la cólera cuando se deshagan del concursante que debía ganar. La vida es cruel y despiadada, pero ¿no se me puede dar gusto aunque sea en un reality show? Ni modo, ahora más vale que gane Crystal, si no va a correr sangre por este blog.

Los dejo con una de mis presentaciones favoritas, “Paint it black” de la semana tributo a los Rolling Stones.

Como yo no tenía la más mínima idea de quién era Russell Baker antes de leer su autobiografía, “Growing up”, voy a contar su historia como si todos los demás no supieran quién es. Russell es el primer hijo de Benny, uno de los doce hijos de la gran matriarca de su familia, Ida Rebecca, y de Lucy Elizabeth, una humilde pero trabajadora e inteligente profesora de escuela. Lucy Elizabeth idolatraba a su padre a quien perdió cuando estaba joven, dejándola a ella y a su familia en la pobreza. Conoció a Benny, le gustó y terminó embarazada. Ida Rebecca no estaba satisfecha en lo absoluto: era una mujer mandona, impositiva y acostumbrada a que las cosas se den sólo a su manera. Pero si Ida era obstinada, Lucy era aún peor. Se casó con Benny y se mudó a una casa exactamente enfrente de la de su suegra, en Morrisonville, Virginia. Allí nacerían sus dos hijas siguientes, Doris y Audrey. Lucy siempre albergó la esperanza de mejorar a su marido y hacerlo semejante al buen hombre que era su padre, pero pasaba particularmente furiosa con la tendencia de su esposo a beber, aún cuando le hacía mucho daño. Resulta que en ese tiempo no se sabía que Benny era diabético y una noche en que salió a beber entró en una grave crisis de la cual no pudo recuperarse. Russell sólo tenía 5 años.


El primer gran cambio fue que Lucy aceptó dar a su hija Audrey a un hermano de Benny y a su esposa que soñaban con tener un hijo y nunca habían podido. Lucy no quería quedarse viviendo con la familia de su esposo y aceptó mudarse a New Jersey con su hermano Allen y su esposa Pat, en lo que debería ser un arreglo temporal mientras encontraba un trabajo para poder financiarse una casa propia, el sueño de su vida. Sin embargo, todo eso ocurrió exactamente para los años 30s, la década de la Gran Depresión. La madre de Russell pasaría muchos años sin encontrar trabajo pero se dedicaría entonces a convertir a su hijo en un gran hombre. Eso sería un trabajo casi de tiempo completo. Lo hacía practicar deportes en los que su desempeño era lastimero, le buscaba trabajos en los que era casi inútil; incluso su hermana menor vendía periódicos mejor que él. Lo único para lo que el niño descubriría que tenía talento era para sacar buenas notas en clases. Era un niño tímido y sencillo, habitualmente golpeado por muchachos más grandes que él, ingenuo, amante de las novelas policíacas de mala calidad a pesar de que su madre le pagaba suscripciones a clubs de novelas clásicas además de revistas y periódicos importantes.

Russell habría de presenciar, con mucha inocencia, el primer cortejo post-marital de su madre con un danés llamado Oluf, que habría de separarse de su conquista debido a su búsqueda interminable por un trabajo fijo. Muchos años después vendría Herb, pero para entonces Russell ya era un adolescente rebelde, en una escuela secundaria de prestigio donde le enseñaban cosas que su madre ya no le podía enseñar a estudiar. Esto y su buen desempeño en el colegio le habrían de crear una especie de delirio de superioridad, que combinado con el abrupto matrimonio de su madre con Herb -quien finalmente haría realidad el sueño de la casa propia que Lucy Elizabeth siempre persiguió- y encima de eso el nacimiento de su tercera hermana Mary Leslie, probarían ser una combinación explosiva para Russell, convirtiéndolo en el desadaptado, infeliz y enojado rebelde que todos llegamos a ser en esas edades.

El final de la escuela se acercaba y sus perspectivas para el futuro no parecían incluir la universidad por obvios motivos financieros, hasta que un amigo le explicó que podía aplicar para una beca en la universidad de John Hopkins. Entre una multitud de gente, Russell salió favorecido. Pero a los pocos años estalló la Segunda Guerra Mundial y cuando llegó el turno de pelear para Estados Unidos, Russell decide entrar a la fuerza naval. Allí aprende a pilotear aviones, cumpliendo uno de sus más grandes sueños de la infancia, pero, para su gran decepción, la guerra termina justo a tiempo para que él no tenga que ser enviado al extranjero a demostrar cualquier habilidad que había adquirido para entonces.

Vuelve a la universidad, donde la obsesión por perder su virginidad que había empezado durante su temporada en la naval, regresa con más fuerza. Habíamos mencionado que Russell era ingenuo y tímido y estas son características letales a la hora de conocer y seducir muchachas. Su prioridad no era encontrar almas gemelas ni nada por el estilo, pero la vida le tenía preparada una inusual sorpresa. Conoce a Mimi, una joven hija de un alcohólico y de una enferma mental que es obligada a dejar la escuela y a trabajar con tal de no vivir más en casas ajenas u orfanatos. Es preciosa y es muy lista a pesar de no ser académicamente preparada. Lo que se anuncia inicialmente como un cortejo unilateral por parte de Russell, pronto se desarrolla como una relación casual y luego como algo estable, pero no permanente. Mimi se quiere casar y formar una familia, pero su novio insiste en que “no están en las cartas”. No ayuda en lo absoluto que Lucy Elizabeth no aprueba en lo absoluto la relación (así como Ida Rebecca no aprobó la de ella y Benny muchos años atrás), a pesar del esfuerzo sobrehumano que hacía su hijo en tratar de integrarla a la familia. Ella se termina cansando de esa situación, encuentra un trabajo lejos de Russell que para ese entonces ya se había graduado y tenía su primer trabajo como reportero de crímenes del periódico Baltimore Sun. Pero por alguna razón, Russell no la olvida, la llama en cada ocasión, la extraña y cuando cree que va a perderla finalmente le propone matrimonio.

La historia de Baker es tan divertida como conmovedora. Uno tiende a olvidar que todas esas personas fueron de carne y hueso a pesar que parecen figuras humorísticas de los años durante y después de la Gran Depresión. La muerte de su padre, las dificultades económicas, los sueños frustrados de su madre, son cosas que me hacían llorar casi todos los días que leía el libro, a pesar que Russell no es un narrador lastimero. Su propósito en ningún momento es crear lástima o hacerse pasar por un muchacho que la vida maltrató, pero es inevitable sentir que el corazón se encoge cuando empieza y termina su relato con la descripción de su madre en el hospital, que apenas lo recuerda o reconoce y que mezcla los períodos de su vida como si de un mosaico se tratara. Y es que la gran protagonista de este libro es Lucy Elizabeth, una mujer lo suficientemente fuerte para criar a esos niños con la conciencia que podían llegar muy lejos si trabajaban mucho y eran gente buena y honesta. Tuvo muchos años difíciles pero su mente siempre estuvo puesta en sus objetivos, que uno a uno se fueron cumpliendo.

Leyendo la vida de Baker estuve pensando en cómo nosotros ahora vamos a ser hijos de una Depresión similar a la que él experimentó. También, muchos de nosotros que tenemos padres originarios de pueblos totalmente distintos de Tegucigalpa seremos los últimos testigos de la vida sencilla de los ambientes rurales. No pude evitar relacionar a Lucy con mi propia abuela y en preguntarme cómo va a ser mi vida cuando llegue mi turno de contársela a mis hijos, que fue el propósito con el que Russell escribió este libro. “Growing up” ganaría un premio Pulitzer, el segundo de su carrera periodística como un columnista del New York Times. Es seguro decir que Lucy Elizabeth también cumplió su sueño que su hijo se convirtiera en un gran hombre.
Cada profesión tiene una temporada en el año en el que se proyecta hacia el público en general, mostrando lo mejor y lo más novedoso que tiene que ofrecer. En el mundo de la moda son todas las Fashion Weeks en las ciudades más importantes de Estados Unidos y Europa; en el panorama arquitectónico de Honduras es la Expo Construye.
Mi adicción a las Expo Construyes es lo único que resultó provechoso de una clase de otra forma inservible del plan de estudios en la universidad. Estaba apenas en segundo año de carrera y se nos asignó ir a recopilar la mayor cantidad posible de brochures. Sin entender muy bien el propósito de la tarea nos dedicamos a recorrer los numerosos stands pidiendo publicidades, muestras, catálogos, libretas y lápices regalados. Con los años he acumulado una buena cantidad de folletos, pero es hasta ahora que entiendo que todos esos productos podrían ser usados en proyectos reales y que la verdadera utilidad de ir todos los años a platicar con todos esos proveedores es obtener ideas sobre la variedad existentes de sistemas constructivos, apreciar alternativas en acabados y aprender de una vez por todas a poner especificaciones de manera extensa y correcta en los planos. Eso y que me regalen bolsas de cemento en miniatura, pequeños ladrillitos y latas de pintura que uso como decoraciones en mi cuarto.
Este año la Expo Construye se realizó en un hotel de la capital, que dedicó dos niveles enteros a promocionar empresas que iban desde las tradicionales de pintura, tuberías, cerámicas, hasta equipo de seguridad, diversas empresas inmobiliarias, e incluso los colegios profesionales (!??).
En el ingreso había una columna de columna de PVC, muy apropiada como decoración.
Son extrañas las cosas que encontramos atractivas:
Era un festín de productos y marcas:
Desde luego, la fiebre mundialista no podía dejar de infiltrarse en esta ocasión:
Siempre me gustan mucho las maquetas que presentan. Pero les aseguro que sólo las maquetas son bonitas; las casas que pretenden vender dan frío por su tamaño minúsculo y pobreza en diseño.Nada puede superar a un ejemplo en tamaño real.

Uno de nuestros modelos de este año, Herminio, no muestra este magnífico vidrio templado curvo que resiste el peso de una persona.

Habían productos interesantes, como estas barandas estructurales:
Los granitos, que siempre son una sensación:
Encofrados metálicos:
Una pared con grifos muy bonitos:
Ventanas de PVC, que siempre me han gustado:
Cocinas con gaveteros, en palabras del vendedor: a prueba de amas de casa enojadas. Uno los puede tirar pero estos no se golpean porque desaceleran al cerrarse.
Pero sin lugar a dudas lo más espectacular fue el mega stand de cierta tienda de porcelanatos, granitos, mármoles y piedras. Sus productos eran lujosos y llamativos.
Dan ganas de tener mucho dinero para ponerlos en la casa...
Este año cumplo 25 años. Siempre hago el chiste, pero es en serio: mi vida estaba planificada hasta los 17, todo lo que ha pasado después es tiempo extra y nunca pensé que llegaría a esta edad. No sé muy bien cómo visualizaba el futuro cuando terminaba el colegio, pero a la distancia siempre parecía que uno al cuarto de siglo debería tener su vida resuelta, sus estudios terminados, sus relaciones instauradas de manera permanente, su casa, su carro y su perro; todo en su lugar. No sé si es mi temperamento o el mundo moderno, pero no podría estar más lejos de eso.

Debo confesar que una buena parte de mí anhela establecerse. Tal vez no necesariamente formar un nido, pero sí dar por terminada la búsqueda, esas ansias de saber que todavía quedan cosas por hacer. Externamente podría parecer que estoy encaminada, pero sigo sintiéndome a la deriva, como que las cosas continúan en el aire y nada se concreta. Me encantaría encontrar un lugar donde pudiera sentirme suficientemente a gusto para desear quedarme por allí unos diez años por lo menos, pero la vida tiene métodos muy extraños para recordarme que todo lo que está pasando en este momento es temporal y no debo apegarme a nada.

El otro día encontré a la mamá de una compañera del colegio con quien no tengo contacto desde hace muchos años. Le conté qué había sido de mi vida y ella emocionada me contó las aventuras de su hija y de todos mis ex compañeros que sí se mantienen cercanos todavía. Creo que si me la hubiera encontrado hace algunos años en mis adentros hubiera hecho una triste comparación entre nuestros diferentes destinos. Pero a estas alturas tantas relaciones, oportunidades y vivencias son casi como espejismos borrosos, sin ningún significado emocional. Es como si las hubiera cortado con un cuchillo afilado: nada de eso forma parte de mi existencia y nunca más lo volverá a ser, tengo el camino libre para ahora en adelante y tampoco me debería mortificar por eso. Sólo tengo este momento, este día, tal vez esta semana, con suerte estos dos meses y dos meses después de eso, hasta que algo aparezca que cambie absolutamente todo.

Russell Baker en su autobiografía “Growing up” cuenta cómo él era un excelente estudiante durante sus años de colegio pero con muy pocos recursos. Cuando ya se acercaba al día de su graduación contemplaba con tristeza la inevitabilidad de tener que conseguir un trabajo ya que no tenía los medios para pagarse estudios universitarios. Su madre le decía constantemente que algo tenía que aparecer, tarde o temprano. Y un día un compañero estaba llenando formularios para tomar un examen que le permitiría aplicar a una beca en la universidad de John Hopkins y lo motivó para que él también hiciera la prueba. Russell estudió como loco y llegó al examen donde encontró que era simplemente uno más en una gran multitud de candidatos. Pero igual tomó el examen, logró la beca y comenzó el camino que nunca había imaginado que llegaría a recorrer.

Pues algo tiene que pasar, algo tiene que aparecer, porque no es aquí donde me puedo quedar.
Diseñar es de esas cosas que no sabía que extrañaba tanto hasta que tuve la oportunidad de hacerlo de nuevo después de mucho tiempo. Es terrible pensarlo, pero llevo más de un año desde entonces. Mi último proyecto original fue la remodelación de la facultad de Medicina de la UNAH y ese fue un proyecto colectivo, así que mi última gran idea en solitario fue seguramente mi edificio de Taller 3 que estaba totalmente subordinado a requerimientos estructurales más que a caprichos de la forma.

Es una verdadera lástima que hayan tantas distracciones opacando las clases de Diseño en la universidad, realmente subvaloré esas clases. Para empezar hay tiempo, que aunque en el momento no parece de sobra, en comparación al que se dispone en la vida real parece ser una eternidad. Uno puede investigar, encontrar inspiración en proyectos de grandes arquitectos, crear un concepto a partir de algún movimiento o principio teórico. Los maestros te asignan proyectos inverosímiles y justamente por eso son buenos para hacerte entender que un buen arquitecto no es el que lo sabe todo de entrada, sino aquel capaz de hacer una búsqueda exhaustiva de las necesidades de los usuarios y que puede ponerse en sus zapatos para imaginar qué pueden llegar a requerir y cómo se puede mejorar su experiencia. Las revisiones con los profesores son relativamente agradables, dependiendo de los involucrados en cuestión, pero en general siempre tratan de hacerte dar más de lo que vos te creías capaz de producir, en un buen sentido. La lealtad siempre está en el proyecto y en que este sea un reflejo fidedigno de la personalidad e idiosincrasia del estudiante y muy pocas veces se piensa en limitantes económicas, mucho menos en complacer a otras personas que pueden llegar a intervenir, modificar y hasta destrozar la idea original.

En el mundo exterior no es que no haya teoría que valga, pero tiene un tiempo muy limitado para hacer su aparición. Más vale que ese concepto se venga rápido ya que diseñar pierde súbitamente todo su romanticismo. Las horas, días o semanas que antes se dedicaban a esperar a la musa de los estudiantes de arquitectura se convierte en un molesto papeleo que precede al desarrollo constructivo, que es el importante, para luego ponerse manos a la obra y empezar a construir. Entran en juego las restricciones de dinero y la enorme e inexplicable preferencia de los mortales por vivir dentro de pasteles de boda sólidos, con molduritas y colochitos y otra serie de inventos extranjeros asquerosos que quieren copiar de alguna revista.

Sin embargo, es lo más divertido que existe en la profesión. Se está inventando algo que nunca antes había existido y que jamás se podrá repetir. Uno tiene la oportunidad de ser creativo, de imaginarse cómo podría vivir o funcionar la gente en ese espacio. Se están tomando decisiones que afectarán el futuro y las interacciones de una familia, una colonia, una ciudad. No puedo describir con exactitud lo contrastante de encontrarme en un espacio rodeado de personas con ocupaciones aburridas, llenas de números, cuentas y flujos de caja, de las cuales nunca van a salir por el resto de sus vidas, mientras yo me sumergía en un espacio alterno donde no existía el tiempo ni los ruidos externos porque yo estaba en mi propio mundo, creando combinaciones de fachaleta de ladrillo, tejas color verde y concreto blanco a partir de las formas de Tetris.

Es hasta ahora que entiendo que la verdadera motivación para presentar un proyecto de manera llamativa es la posibilidad de ver construidas esas ideas que están en el papel. Y es que sumando al hecho que ahora lo primordial es saber dibujar a computadora estaba el rotundo fiasco que fueron las clases de Expresión Gráfica que llevé en la universidad. Las técnicas cavernarias, los profesores que no pueden transmitir sus ideas, contagiar un poco de entusiasmo o siquiera explicar concretamente lo que quieren, fueron suficientes para que yo olvidara cualquier formación en artes plásticas que tenía antes de maleducarme en el mundo de la academia. Pero ahora es diferente: la construcción es casi palpable si es que logro convencer que mi proyecto es rentable y atractivo. Para esto no hay dolor en sacrificar horas de descanso, es difícilmente trabajo.

Mi mamá se fue de viaje desde este martes pasado. Esto significa que no hay comida, que la casa no se limpia, no se hacen las compras, no se lava la ropa y hasta no se riegan las plantas. Suena muy mal pero la verdad es que mi madre es una súper mujer que se levanta a las 6 y media de la mañana, le hace desayuno a sus dos hijos, deja cortada la fruta para el desayuno de su esposo, va al gimnasio de 7 a 8 y regresa a hacer el almuerzo y a limpiar la casa antes de irse a internar hasta por más de 8 horas seguidas a su trabajo. Ella es el pegamento que nos mantiene a todos unidos en la casa y es la piedra en la que todos los demás nos apoyamos para intentar cualquier proeza en el mundo exterior.

Mi madre no está obligada a hacer todo lo que hace, no pertenece a una época en que esa es la única opción disponible para ella. En realidad, hay muchas mujeres que deciden no cumplir con esas funciones o compartirlas con terceros. Ella tiene una carrera y es muy exitosa en su campo, hacer tareas domésticas no opaca su desempeño profesional. Sin embargo hasta hace algunos años fue que descubrí que ella elegía alimentarnos, cuidar de nuestra ropa y tener bonita nuestra casa porque esta es su familia y esa es su forma de expresar su amor y de cuidarnos. Pero recuerdo cómo en mi adolescencia yo buscaba mis modelos a seguir en cantantes y escritoras porque miraba con tanto desdén eso que yo consideraba una servidumbre y un conformismo con respecto a la vida. Despreciaba con todas mis fuerzas todo lo que por tradición tenían que hacer las mujeres y decidí que no iba a aprender a cocinar, me negaba a limpiar mi cuarto y hasta el son de hoy no sé cómo usar una lavadora. Me sentía orgullosa de mi inutilidad y me creía tan afortunada cuando comía en algún restaurante de comida rápida por la única razón que no eran frijoles y huevos caseros.

No quiero sonar irritantemente madura, pero la vida y los años realmente te hacen cambiar la perspectiva. Desde que nos dejó de ayudar una señora que limpiaba la casa miraba mi cuarto tan desordenado todo el tiempo que me propuse que todos los domingos iba a apartar por lo menos una hora para limpiar los muebles con aceite para madera, barrer y trapear el piso y lavar la ropa que hubiera ensuciado en esa semana. En todo este año no he fallado ni una vez. Tal vez haya cruzado algún umbral peligroso porque me he convertido en una obsesiva por la limpieza, llevando un spray para limpiar computadoras a mi oficina, donde mi primera tarea fue sacar todas las pelusas de polvo que había en mi teclado. Sin embargo lo mejor de mi inicio de semana es ver mi cuarto brillante y ordenado; me encanta estar allí.

Pues hoy que todos los demás por diversas razones estaban fuera, empecé la limpieza con los muebles que esta vez incluyó los estantes donde tengo las cremas y que no sacudo todas las semanas porque tengo que mover demasiados cachivaches. Tenía que subir a la computadora principal y me di cuenta de lo sucia que estaba y del polvo prehistórico que estaba acumulado en los cables detrás del cpu. Puedo asegurar que eso no se limpiaba desde que compraron esa computadora con Windows 95. Ahora entiendo porque mi papá se enojaba con mi hermano y conmigo porque no nos tomábamos la molestia de tener limpia nuestra máquina: es hasta signo de agradecimiento por tener las cosas mantenerlas en buen estado. Cuando me tocó barrer hasta terminé aseando el patio. Mi hermano había limpiado la casa el viernes y me había asignado la tarea, y con las lluvias si los canales se encontraran obstruidos habría una tormenta de diferente tipo, pero también me di cuenta que no se pierde tanto tiempo y en realidad se gana mucho. Y también me emocioné con el trapeador, descubriendo que el piso de mi baño no es que está eternamente sucio, él es así.

Para el almuerzo conté con ayuda muy especial y tuve un momento en el que me decía a mi misma que si esta fuera mi casa propia y este fuera un domingo de mi vida independiente no sería tan malo. Ayer había hecho las compras en el supermercado y ya tengo la lista mental de los almuerzos que voy a preparar por las noches durante esta semana. Cierto, comimos hasta las tres de la tarde, pero no tuve que gastar dinero en comida de mala calidad, tengo mi almuerzo listo para mañana en el trabajo y hasta aprendí a usar la arrocera. Me acordé que mi madre había estado en una especie de curso de tareas domésticas cuando yo estaba pequeña. Las lecciones –por cierto, organizadas por una facción extremista de la Iglesia Católica- eran sobre temas muy variados como aprender a lavar ropa eficientemente, planchar de la manera más rápida, cocinar de forma que hasta los niños más pequeños disfrutaran las verduras verdes, cómo planificar los gastos de la casa, entre otros. Creo que si todavía dieran esos cursos yo me matricularía. No porque soy mujer y esas son las cosas que debo saber hacer, sino porque soy una persona y si me toca vivir sola quisiera poder cuidarme por mí misma. Y si decido tener una familia no me gustaría que creyeran que la comida rápida es rica porque lo que tienen en casa sabe mal, ni que anduvieran con ropas arrugadas o sucias porque mi carrera exigente me hace descuidarlos. Ahora me doy cuenta de la extraordinaria oportunidad que tuve de aprender a cocinar con mi abuela y que no aproveché cuando estaba aquí. Tal vez no desaproveche la que tengo con mi madre todavía.
Extraño tener una religión. Me hace tanta falta sentir un propósito para mi existencia, un sentido que supere mi pobre humanidad y sus limitaciones, pero sobretodo un manual de instrucciones, una metodología infalible que garantice que mi sufrimiento será compensado, que mis enemigos serán devorados por el fuego y que me espera una vida eterna de paz, tranquilidad y televisión satelital.

Desde los 13 años que se me revelaron las ilusiones colectivas como sólo eso, ilusiones, ya no tengo ese aliado angelical que me seguía todo el tiempo y me protegía. El que evitaba que me deslizara por las escaleras cuando el piso estaba mojado y que se ponía de mi lado en la pelea de turno en la que me encontrara.

Como simple mortal estoy sola y aunque nunca sentí ningún apego o admiración particular por Jesús sí extraño el modelo que representaba la Virgen María para mí. Su sencillez, su abnegación ante los caprichos divinos, su rol como la única mujer que valía algo en la mitología cristiana, a pesar de que su valor residía en la misma negación de su naturaleza. Ella era mi madre, aquella que perdona y que me quería incondicionalmente y como tal, era irreal. Como simple mortal mi vida se acabará en un funeral horrible donde seguramente las personas cercanas a mí no se hablarán entre ellos y todo aquello por lo que habré trabajado y anhelado durante mi existencia se va a esfumar en el viento sin ninguna posibilidad de continuar luego de mi muerte. Si los seres más bondadosos de esta tierra tienen finales así, no puedo imaginarme el hoyo en el que irán a tirar mi cadáver una vez que yo no lo esté usando. Mi finitud me hace aspirar a perpetuarme a través de hijos, obras, empresas, dinero, a cualquier cosa que me haga creer que tengo un lugar en el mundo y que soy esencial para alguien. Pero los hijos están destinados a ponerse en contra de los padres si es que quieren forjar su propio camino, las obras no son valoradas por este mundo impío y las empresas y el dinero se ven bien externamente pero te chupan la energía hasta que no quedan ganas de vivir.

Tal vez si creyera en algo sentiría que el mundo todavía tiene salvación. Dejaría de tener esos pensamientos obsesivos con respecto a la destrucción de la naturaleza y dejaría de anhelar que todas esas profecías que anuncian el fin del mundo en dos años fueran verdad. Dejaría de ver como una amenaza la homogenización cultural: el sólo hecho de saber que se ha propagado la única Verdad en todos los rincones del planeta me haría creer que el Hombre finalmente va a entrar en razón colectivamente y que el nuevo Reino finalmente va a comenzar. Me sentiría poderosa con mi libro en las manos, queriendo convertir a todos para que mis amigos puedan acompañarme el día que nos separen en las filas de los Justos y los demás.

Extraño la muleta filosófica para justificar mi buen comportamiento: mi rechazo a la bebida, a la música pagana y a todos los pecados de la carne. Con una doctrina detrás uno es disciplinado y correcto, sin ella sólo soy un bulto de aburrimiento. Las tradiciones me hacen falta también, tener una razón para esperar Navidad, usar la cruz en la frente el miércoles de Ceniza, sentir como una fiesta personal el Domingo de Resurrección. Nosotros los ateos sentimos la vida como la sucesión ininterrumpida de las mismas 24 horas, donde el único alivio es que los demás nos obliguen a quedarnos en casa por sus creencias.

Pero lo que más necesito es esa voz reconfortante que me asegure que no se me ponen más pruebas de las que yo soy capaz de manejar. Sentir que tengo a alguien sobrenatural con quien compartir la carga, con quien ser yo misma y poder estar bien, porque me siento tan cansada y no hay nadie a quien pedirle piedad y compasión, nadie que ponga un freno a todos los castigos que parecen que nunca va a terminar, nadie que me acompañe por las noches y que escuche lo que me pasó durante el día. Pero escogí ser de esos iluminados que no tienen nada en qué creer, nada porqué vivir y deciden existir en un mundo sin Dios donde todo está permitido. Que así sea.