02 March 2010

Wuthering heights

La lista de los grandes villanos de la ficción incluye personajes que para llevar a cabo sus fechorías requieren de la asistencia de un numeroso ejército de secuaces que morirían por su líder, o de armas extraordinariamente potentes que reflejan los últimos avances en tecnología. En el mejor de los casos tienen súper poderes que resultan muy prácticos para saciar su sed de venganza, anclada en una frustración inconsciente por haber nacido feos. Los más modestos se caracterizan por vestimentas estrafalarias, pero en cualquier caso, su deseo de llamar la atención los encierra en algún tipo de cliché que uno aprende a reconocer en diferentes escenarios y narraciones. Hasta ahora cuando pensaba en villanos me imaginaba seres risibles que el Bien terminaba inexorablemente humillando y derrocando, pero es que no había encontrado una criatura con capacidad para la verdadera crueldad. Ahora puedo decir que un villano de verdad es aquel que se apodera de tu casa y te reemplaza como el hombre a cargo. Su maldad alcanza un grado tan impresionante que es capaz de privarte de educación, de tu derecho a aprender a leer y a escribir. O por el contrario, te da todas las herramientas para que poseas algunas habilidades académicas pero te arranca cualquier autoestima para utilizarlas. Todo ello como un parte de un plan trazado a lo largo de muchos años cuyo principal objetivo es atraer a aquello que más quieres a su guarida, donde va a mantenerla encerrada, humillada y hasta legalmente arrinconada de forma que quede desprotegida, sin un centavo a su nombre y sin absolutamente nadie que la pueda rescatar de esa situación.


Lo más tenebroso de “Wuthering heights” es que es una novela que se apega a la vida diaria, a la realidad. No hay ningún elemento mágico o fantástico, no hay emocionantes escenas con explosiones y persecuciones que conviertan sus horrorosos sucesos en algo inverosímil para que de esa manera la podamos percibir como algo lejano y así reconfortarnos. A todos nos podría pasar que lleven a un niño pobre a vivir en nuestra casa, que los dos nos criemos como compañeros inseparables al punto de vivir eternamente enamorados, hasta que uno decide casarse con otra persona, para ver al que había sido nuestro gran amor convertirse en una criatura despreciable, encaprichada y obsesionada por hacer justicia por sus propias manos. Y como sucede en la vida misma, el castigo no es proporcional al daño, pero es nuestra voluntad la que nos hará seguir adelante.

Cuando uno se imagina el siglo XVII y XVIII en las narraciones de Jane Austen y de Louise May Alcott se puede cometer fácilmente el error de creer que esa época era la ideal para vivir: o se tiene mucho dinero y las mayores preocupaciones es quién se va a casar con quién, como en “Emma”, o uno es muy pobre pero tiene una hermosa familia unida que sirve de apoyo mientras uno encuentra con quién casarse, tal y como sucede en “Mujercitas”, pero Emily Brontë las destrona a ambas con una historia atormentada, complicada y profundamente rica en sabiduría y en advertencias para la vida. Es hasta mucho más versátil en su manera de contar la historia en distintos momentos a través de diferentes personajes.

Cuando pienso en estas semanas de andar pensando en tanto sufrimiento por sólo leer la historia no me puedo imaginar cómo debe haber sido escribirla, y peor, hacerlo aislada del mundo, como una forma de entretenimiento. Creo que si yo viviera encerrada y escribiera novelas para crear el mundo que no conozco en persona me imaginaría cosas insufriblemente melosas. Brontë se merece mi mayor admiración.

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