Cécile es una joven de 17 años que se va de vacaciones de verano a la playa, con su padre y su novia de turno, una muchachita hermosa pero poco brillante, llamada Elsa. Cuando Cécile perdió a su madre, hace 2 años, su padre, Raymond, fue a recogerla al internado católico en el que estudiaba y se la llevó a vivir con él, introduciéndola así a su vida de salidas nocturnas, cambiantes conquistas amorosas y, en general, ninguna preocupación sobre el futuro. Estas vacaciones iban a ser una extensión más de esa vida relajada y placentera, hasta que una vieja amiga de la madre de Cécile llega a visitar al particular trío.


Anne es todo lo opuesto a las mujeres a las que Raymond está acostumbrado: para empezar tiene su misma edad, pero es además inteligente, disciplinada, lleva una vida de orden y moralidad y encuentra los hábitos y los amigos de Cécile y su padre decadentes y condenados a la ruina y al fracaso. Anne comienza introduciéndose como el susurro de la conciencia de la pequeña de 17 años que prefiere recorrer la playa y nada en el mar con Cyril, un muchacho de 26 años, en lugar de repasar para los exámenes escolares que falló antes de las vacaciones. Pero cuando por algún azar del destino Raymond se enamora y propone matrimonio a Anne y bota a Elsa, Anne asume su rol de estricta futura madrastra y decide domesticar a Cécile con sermones, regaños y castigos.

Cécile no está dispuesta a ver su vida y la de su padre transformarse tan drásticamente. Percibe a Anne como una imposición a una existencia que podría parecer peculiar a los ojos de los demás, pero que funcionaba muy bien para ellos, y concibe un plan para liberarse de las garras opresoras de su potencial madrastra. Cuando la despreciada Elsa regresa a la casa de verano por sus cosas, Cécile la convence de que simule tener un romance con Cyril para así despertar los celos de Raymond, quien no debería tolerar verse reemplazado tan rápidamente y debería suplicarle que regrese.

El personaje de Cécile me hace imaginarme a Blake Lively de “Gossip girl” como la posible protagonista en una versión fílmica de este libro. Serena Van Der Woodsen vendría a ser como una edición norteamericana moderna de este otro espíritu libre de 17 años que no conoce las restricciones de la decencia, las angustias adultas que conllevan las responsabilidades y cuya única lealtad es a los caprichos de su personalidad. A pesar de todo eso, es difícil ponerse en contra de Cécile, pues a pesar de su rechazo a dar argumentos filosóficos o racionales, anclado en su poco uso del intelecto –que ella misma confiesa-, es natural entender su posición. Tiene todo en la vida y si su padre no tiene problemas con que no sea una académica de primer orden, ¿por qué habría de querer cambiar todo eso por ser moralmente superior, estudiando para luego tener un trabajo estable pero aburrido y luego pasar a una vida de ama de casa resignada?

Cécile es la niña de 17 años que muchas no pudimos ser, sin expectativas ni presiones, que pueden parecer internas pero que definitivamente fueron martilladas por el ambiente. Ella asume sin culpa ni tormentos el despertar de su cuerpo gracias a Cyril y experimenta sin restricciones los placeres, enojos y la tristeza de esas vacaciones. Para alguien que debe guardar la compostura ante todo y mantiene un filtro permanente hacia la vida esto es un vistazo a una vida exótica, casi inimaginable.

Es importante hacer notar que la misma autora Françoise Sagan sólo tenía 18 años cuando se publicó este libro, supuestamente inspirado en sus propias experiencias, y que al igual que sus personajes, llevaba una existencia de bohemia adinerada, adicta al juego, el alcohol, las drogas y los carros de carreras. Sin embargo murió pobre y en el olvido. Y ese es el destino que muchos querrían que Cécile hubiera tenido también ya que la despreocupación y la decadencia deberían castigarse porque no debería ser posible tenerlo todo y pasarla tan bien sin pagar un precio. Y uno duerme con la conciencia tranquila de que probablemente no se tenga una vida tan emocionante pero que el futuro se tiene asegurado, cuando en realidad el futuro es esa línea en el horizonte que se aleja a medida que uno avanza, y es sólo hasta que uno voltea hacia atrás que se da cuenta que no se logró nada, no se experimentó nada y ni siquiera se dio gusto a aquellos que supuestamente deberían estar satisfechos por tus compromisos hacia la rectitud.
Querido blog, no creas que te olvido. Paso todos los días pensando en qué podría venir a contarte que no sea demasiado comprometedor. Prometo intentarlo con más ahínco. Por mientras, disfruta un pequeño potpurri musical.
Dejemos algo muy claro desde un inicio: “The devil wears Prada” de Lauren Weisberger no es ninguna obra de arte, y de cierta forma es un alivio que no pretenda serlo, puesto que sólo hubiera sido otra decepción más que agregar a las múltiples que tiene el libro.

La novela fue inspirada en el período en que la autora trabajó como asistente de la épica editora en jefe de la revista Vogue, Anna Wintour, lo que publicitó el libro al punto de haberse filmado una versión para el cine, un millón de veces superior al escrito original.

En el mundo de la moda, Wintour es reconocida por su influencia y poder sobre diseñadores y marcas millonarias, pero como muestra el documental “The September issue”, todo mundo la conoce también por ser temperamental, caprichosa y exigente. Miranda Priestly, la versión literaria de Wintour, es una caricatura muy pobre del personaje en que se basa. Es excéntrica, egoísta, estricta y volátil. Las cosas deben hacerse a su manera y exactamente cuándo ella las solicita; tiene hábitos de consumo que sufren de extravagantes y un estilo de vida ajetreado y obsesivo, que recae en Andy desde el primer instante en que comienza a trabajar como su segunda asistente.

Andy no sabe ni se interesa en lo absoluto en la moda, pero ha oído hablar de las magníficas oportunidades que se abren para las empleadas de Miranda una vez que han cumplido un año de estar con ella. Su meta es sobrevivir ese año y de allí dar un salto cuántico que la transportaría de su primer empleo como recién graduada de la universidad, a escritora de la revista The New Yorker.

Y sobrevivir apenas puede: entrando a las siete y media de la mañana, saliendo a las once de la noche, comiendo en quince minutos y todo el día haciendo mandados que van desde conseguir una reseña de un restaurante asiático que Miranda leyó en algún periódico –cuyo nombre no se molestó en decirle a Andy-, buscando cafés varias veces al día en un Starbucks (que suena sencillo, pero las oficinas de la revista quedan en un piso muy alto de un edificio de Nueva York) y atendiendo los más ínfimos detalles de la vida personal de su jefa.

Su nuevo estilo de vida repercute en su relación con su novio de tres años que ahora se resquebraja y su amistad con su compañera de universidad, y ahora de apartamento, que se tambalea de un hilo.

El libro no tiene toda esa racionalización que trata de justificar la industria de la moda como si de un arte se tratara, y Andy tampoco llega a comprender ni mucho menos a admirar a Miranda, como sucede en la película, así que lo único que queda es un relato de un primer trabajo infernal, luego de la seguridad que era ser una estudiante. Visto desde esa perspectiva es una historia reconfortante para esos períodos de adaptación en los que la vida laboral parece extenuante y una gran desilusión. Plantea el dilema de vivir para trabajar en lugar de lo inverso, pero a qué precio y exactamente para qué, puesto que no hay nada tan importante como para salir a las 11 de la noche de la oficina ya que en una revista de vanidades no están exactamente curando el cáncer. Es un cruel despertar saber que ya no perteneces a la casa paterna pero no encuentras tu lugar en el mundo exterior, y que todo comienzo tiene grabado en la frente la palabra “EXPLOTACIÓN”, además del pago de una dolorosa deuda que no se sabía que se tenía.
Si lo tomamos con todas sus limitaciones, el libro resulta adecuado y por suerte es fácil de leer cuando ya no se tiene tiempo porque se tiene que trabajar, en algo muy parecido a lo de Andy, de hecho.
La relación entre un plotter y un arquitecto es tan íntima como la de un chef y su cuchillo, un peluquero y su tijera, una Real housewife y su tarjeta de crédito. Uno puede tener extraordinarias habilidades para el dibujo en computadora, pero es la impresora la que tiene la última palabra sobre si tu talento puede ser apreciado por el ciudadano común, que sólo puede entender las cosas en un papel.

Mi presupuesto y falta de espacio limitan mis posibilidades de poseer uno propio, pero la verdad es que me he acostumbrado a imprimir por medios alternos. Durante los años de estudio una de las mejores formas de sobrevivir una entrega es conocer a algún compañero que ofrezca servicios de impresión desde su casa. Uno llega a visitarlo en pleno domingo, conoce a sus papás, a su gato y se interna por cuatro horas a tratar de descifrar la impresión con plot styles, porque a mediados del 2004, no muchos manejaban ese arte. Para la clase de Taller 3 tuve la suerte de que una chava que vive muy cerca de mi casa consiguió un plotter. Como ella tenía que prepararse para ir a la maestría se levantaba muy temprano, así que yo tenía hasta las 5 de la mañana para enviarle por correo mi plano y pasar a las 6 y media por su casa recogiéndolo. Era el paraíso, ya que generalmente cuando uno va a imprimir todo sale mal y no hay nada mejor que no enterarse de todo eso.

Cuando la chava dejó de estar disponible nos tocó salir a buscar un reemplazo, que debo decir, fue terrible. Lo lógico fue intentar una empresa transnacional, supuestamente especializada en enseres de oficina. Para empezar, había que agarrar un ticket como si uno estuviera en la fila de carnes del supermercado. Sin importar a la hora que uno llegue siempre está lleno de gente esperando y las dependientas parecen haberse graduado de algún diplomado en paciencia y lentitud. Cuando te atienden, mil horas después, con todo el estrés del tiempo corriendo y la anticipación del gasto por venir, resulta que las muelas esas no saben utilizar la ventana de impresión del Autocad. O mejor dicho, saben hacerlo como aquellas personas que no recibieron un curso formal y tienen que ingeniárselas como sea. Lo peor es que cuando uno les explica cómo deben hacerlo- porque uno sí trae su plano configurado sólo para darle preview y print-, las tipas te discuten y se ponen malcriadas! Para colmo de males, prestarles una memoria usb es sinónimo de virus y eventual formateada. Lo único bueno de ese lugar es que el papel es bonito, ligeramente satinado, pero no es ni siquiera más barato que imprimir con un profesional.

Huyendo de las transnacionales decidimos probar un pequeño negocio que tiene una arquitecta que se viste súper guapa todo el tiempo. Allí hasta se tenía la posibilidad de seguir trabajando en los últimos planos mientras iban saliendo los primeros. La pobre señora tuvo que pasar su tarde y noche de un domingo aguantando a tres niñas estresadas que preparaban informes, discos y planos al mismo tiempo.

Pero ninguna impresora de negocio se compara con aquellas de los trabajos. Cuando yo me esperaba aquel aparato que casi podría picar piedras, resulta que la oficina gubernamental donde hice mi práctica tenía el plotter más lujoso que yo alguna vez haya visto. Tenía hasta una canastita para recibir los planos y evitar que cayeran al piso cuando se cortaban al terminar de imprimirse. Y luego está el plotter de mi actual oficina, una completa diva. Es grandote e intimidante, tiene un zumbido permanente y el chillido más irritante cuando algo sale mal, que es muy seguido. Usa papel en rollos para los planos en tamaño 60x90 pulgadas, que debe zafarse si es que uno quiere imprimir en formatos más pequeños porque si no uno termina sacando un dibujo pequeñito en una hoja gigantesca, como me sucedió muy seguido durante los primeros días. Tiene sus trucos: a veces, cuando se rehúsa por completo a trabajar hay que tratarlo con cariño, meneando sus cables, revisando sus conexiones y en casos extremos, desconectándolo por completo. A pesar de todo es muy educado, si se queda sin tinta en medio de una hoja te deja cambiarle uno de sus cartuchos individuales y luego continúa con ella como si nada. Ya aprendí el truco para imprimir en hojas grandes que ya han sido usadas previamente, para no desperdiciar tanto papel en las revisiones. En fin, él y yo nos llevamos bien.

Sin embargo, para los trabajos en tamaño carta que pueden salir en baja calidad en un departamento contiguo tienen una impresora/fotocopiadora un poco menos especializada. Esa la usa todo mundo y generalmente es muy cotizada. En cualquier momento se escuchan los gritos de “dejen de imprimir por favor!”. Es súper rápida: entre el momento en que uno da print hasta que llega a ella la página está lista, y es lo único realmente democrático que he conocido en el mundo ya que imprime en el verdadero orden de llegada, no conoce nada de privilegios. Pero hoy llegaron a configurarla de manera que cada persona tenga su usuario, y que cada vez que quieras imprimir desde tu máquina tienes que levantarte a poner tu clave y allí elegir en la touch screen (!) aquellos archivos en tu lista de espera. Ver al muchacho que tenía que entrenarnos a todos era digno de ser filmado; el pobre tuvo que conocer en un día todo aquello a lo que yo he podido acostumbrarme en estas semanas: a la arquitecta que nunca está disponible y que cuando está presente no deja de hablar por celular, a mi compañera y su computadora a la cual no le sirve el cd-rom, a mi compañero sin computadora de la oficina y que tiene que usar la propia… En fin, el cambio es supuestamente para rastrear los gastos de tinta y papel de manera individual, y se escucha bien en teoría, hasta que yo tenía que imprimir 35 hojas lo más rápido posible y había como 4 personas esperando usar el pinche aparato, antes que yo. Eso se miraba fatal, especialmente porque yo creía que se tenían que elegir los archivos de manera individual, y hasta la impresora más rápida se pone temperamental con 35 archivos pendientes. Estaba en pleno baile con aquellos que también tenían cosas que imprimir, hasta que una muchacha muy amable me explicó como mandar todas las páginas de un solo. Y pude respirar en paz. No hay nada como domesticar a la tecnología.
Como hace la mayoría de los lectores, mi libro de turno es la recompensa por haber tolerado un día más en la Tierra, así que es un placer que generalmente reservo para el final del día. Sin embargo, el cambio en las actividades está interfiriendo drásticamente con mi hábito. Yo creía que extrañaba ir al gimnasio: ando todo el tiempo pensando en que lo que como seguramente se va a convertir en manteca. Pero es aún peor dejar de leer, me da la impresión que me estoy haciendo más bruta con cada hora que pasa. Especialmente porque la única lectura asegurada de cada día es un periódico nacional y eso es casi garantía de atrofia mental, pero el periódico tiene la enorme ventaja de que puede leerse mientras se está desayunando ya que no hay que sostenerlo, y se puede llenar de comida sin culpa ya que igual no contiene nada valioso o importante.

Todo el día ando tratando de robar minutos para leer tranquila. Como parte de un programa experimental, si no quiero gastar dos horas de mi día en transporte urbano debo ir a dejar a todo mundo adonde deben estar antes de las 7 de la mañana, regreso a la casa a comer y vuelvo a salir a recoger a quien me va a dejar adonde yo debo estar antes de las 8 y media. Sin embargo, después de las 7 y media salir a la calle es una de las peores experiencias del universo, recomendable únicamente a enemigos y ex novios conflictivos. La cuesta que separa el cerro donde vivo del resto de la ciudad se convierte en una pasarela para carros que rehúsan moverse. Como todos deben saber a estas alturas, me caracterizo por ser pasivo-agresiva, pero ese es el único momento donde no me reconozco: me da tanta cólera saber que todos esos invasores utilizan la calle de mi colonia como un atajo, así que me meto en la fila como si fuera un vil taxista, o Herminio. Se me van hasta 20 minutos en llegar a un lugar que sin tráfico podría alcanzar en 5. Pero salgo temprano por 15 minutos, cuando tengo suerte, en los que me puedo quedar encerrada en el carro, leyendo, con el suave murmullo de camiones de Pollo Rey a mi lado.

Durante el día es lógicamente imposible. El libro se queda en mi gaveta donde suspiro por él como si fuera una inalcanzable barra de chocolate en mis peores días de antojos. Llego a mi casa cuando ya no hay luz natural a comer, bañarme, revisar correos, ocasionalmente a hacer algo pendiente, a ver noticias (E! news), y al fin estoy libre, no hay nada acumulado y puedo ponerme a leer en paz.

Pero no han pasado dos párrafos o cinco minutos y me quedo dormida. Maldición.
¿Por qué seguimos siendo amigos de nuestros amigos cuando se vuelve claro que no tenemos cosas en común y no compartimos espacios como parte de nuestras obligaciones diarias?

¿Por qué insistir en conservarlos cuando no tienen interés, no entienden y la mayor parte de las veces no muestran siquiera respeto por nuestros gustos, actividades o nuestra forma de ser? ¿Si no saben absolutamente nada de lo que pensamos o de la dirección en la que se está encaminando nuestras vidas? ¿Si no son personas a las que podamos pedirle consejos sin sentirnos juzgados; de hecho, si no tenemos suficiente confianza ni para estar solos con ellos en el mismo lugar sin algún intermediario?

Todo eso es soportable, pero la línea se cruza cuando ni siquiera se puede demostrar cortesía y buena educación.

Es tan curioso cómo somos tan jóvenes y ya somos capaces de dejarnos guiar por cosas de viejos como la costumbre y la rutina al grado que arrastramos a gente que ya no gozan del estatus de mejores amigos, pero que los recuerdos y la nostalgia no nos dejan liberar para ir en búsqueda de nuevos horizontes. De todas formas uno es inconscientemente sabio: todos aquellos lazos que se enfriaron y se perdieron, pudieron haber sido dolorosos de acabar en el momento, pero en retrospectiva uno se da cuenta que los caminos distintos fueron los mejores. Ellos no tenían nada bueno que aportar.

Hay convivencias que no son capaces de tolerar que uno exprese lo que le molesta o aquello que le ha herido. La armonía, o por lo menos la apariencia de la misma, llegan a basarse justamente en que todos callemos aquello que no nos gusta. Así que probablemente sea otra de esas relaciones que ya agotó su vida útil y sea necesario seguir adelante.
La lista de los grandes villanos de la ficción incluye personajes que para llevar a cabo sus fechorías requieren de la asistencia de un numeroso ejército de secuaces que morirían por su líder, o de armas extraordinariamente potentes que reflejan los últimos avances en tecnología. En el mejor de los casos tienen súper poderes que resultan muy prácticos para saciar su sed de venganza, anclada en una frustración inconsciente por haber nacido feos. Los más modestos se caracterizan por vestimentas estrafalarias, pero en cualquier caso, su deseo de llamar la atención los encierra en algún tipo de cliché que uno aprende a reconocer en diferentes escenarios y narraciones. Hasta ahora cuando pensaba en villanos me imaginaba seres risibles que el Bien terminaba inexorablemente humillando y derrocando, pero es que no había encontrado una criatura con capacidad para la verdadera crueldad. Ahora puedo decir que un villano de verdad es aquel que se apodera de tu casa y te reemplaza como el hombre a cargo. Su maldad alcanza un grado tan impresionante que es capaz de privarte de educación, de tu derecho a aprender a leer y a escribir. O por el contrario, te da todas las herramientas para que poseas algunas habilidades académicas pero te arranca cualquier autoestima para utilizarlas. Todo ello como un parte de un plan trazado a lo largo de muchos años cuyo principal objetivo es atraer a aquello que más quieres a su guarida, donde va a mantenerla encerrada, humillada y hasta legalmente arrinconada de forma que quede desprotegida, sin un centavo a su nombre y sin absolutamente nadie que la pueda rescatar de esa situación.


Lo más tenebroso de “Wuthering heights” es que es una novela que se apega a la vida diaria, a la realidad. No hay ningún elemento mágico o fantástico, no hay emocionantes escenas con explosiones y persecuciones que conviertan sus horrorosos sucesos en algo inverosímil para que de esa manera la podamos percibir como algo lejano y así reconfortarnos. A todos nos podría pasar que lleven a un niño pobre a vivir en nuestra casa, que los dos nos criemos como compañeros inseparables al punto de vivir eternamente enamorados, hasta que uno decide casarse con otra persona, para ver al que había sido nuestro gran amor convertirse en una criatura despreciable, encaprichada y obsesionada por hacer justicia por sus propias manos. Y como sucede en la vida misma, el castigo no es proporcional al daño, pero es nuestra voluntad la que nos hará seguir adelante.

Cuando uno se imagina el siglo XVII y XVIII en las narraciones de Jane Austen y de Louise May Alcott se puede cometer fácilmente el error de creer que esa época era la ideal para vivir: o se tiene mucho dinero y las mayores preocupaciones es quién se va a casar con quién, como en “Emma”, o uno es muy pobre pero tiene una hermosa familia unida que sirve de apoyo mientras uno encuentra con quién casarse, tal y como sucede en “Mujercitas”, pero Emily Brontë las destrona a ambas con una historia atormentada, complicada y profundamente rica en sabiduría y en advertencias para la vida. Es hasta mucho más versátil en su manera de contar la historia en distintos momentos a través de diferentes personajes.

Cuando pienso en estas semanas de andar pensando en tanto sufrimiento por sólo leer la historia no me puedo imaginar cómo debe haber sido escribirla, y peor, hacerlo aislada del mundo, como una forma de entretenimiento. Creo que si yo viviera encerrada y escribiera novelas para crear el mundo que no conozco en persona me imaginaría cosas insufriblemente melosas. Brontë se merece mi mayor admiración.